Malévich
lavaba tranquilamente sus pinceles. Sin apurarse, separaba filamento
a filamento el cabezal de cada uno de ellos hasta dejarlos sin
manchas de pintura visibles. Este proceso mecánico no suponía
ningún esfuerzo para él; solo le ocupaba las manos. El espíritu
vivía en otro lado.
No
conseguía quitarse de la cabeza el lienzo que había tirado la
semana pasada. Cuando se deshizo de la tela, no parecía algo que
valiera la pena conservar. Días después, sin saber muy bien por
qué, la echaba de menos en su estudio. No la intentó recuperar:
hubiese sido imposible, una pérdida de tiempo. Debía recrearla de
memoria. Quizás, y solo quizás, la mente pudiera hacer de ella una
obra imprescindible para entender el arte contemporáneo.
Con
cuerpo tibio, Malévich colocó un lienzo virgen y puro sobre el
caballete. Se alejó varios pasos para visualizar la composición. Su
mirada, dubitativa, se ahogó en el blanco de la tela. Le daba miedo
pintar, no podía mancillar la obra casi sagrada que se hallaba en su
cabeza. El pánico a no estar a la altura le paralizó. Descompuesto,
se sentó a esperar un arrebato de brillantez. Desde aquella silla
todo se veía oscuro y enorme. Todo le superaba. Tras mucho tiempo
subido, había bajado del pedestal en el que yacía su figura. Su
estudio se convirtió en un ascensor místico que le trasladó del
genio al hombre.
Sin
más armadura que la piel, Malévich empuñó un pincel dispuesto a
acabar con sus fantasmas. Tomó el bote de pintura blanco y empezó a
seguir el dictado del inconsciente. Con presteza, las pinceladas se
transformaron; lo que empezó siendo una danza de trazos lentos y
prolongados se convirtió en un pelotón de tachones agresivos.
Malévich empezaba a perder el miedo. Seguía siendo hombre, pero uno
valiente. Sentía que, aunque solo fuera en ese instante y lugar, era
por fin libre de las cadenas del genio.
Celebró
su vuelta a la terrenalidad dibujando un cuadrado sobre todos los
trazos. Lo llamó “Blanco sobre blanco”. Era, sin duda, un genio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario